Acometer un proyecto nunca estuvo tan al alcance de la mano. El siglo XXI trajo consigo el avance de la tecnología y surgió, como por arte de magia, la llegada de un gigante con aspas de molino virtual que trasciende todo lo conocido hasta la fecha: las redes sociales. El ser humano ha sido capaz de aprovecharse de este inimaginable avance -calificado por muchos como una nueva etapa histórica- para ejecutar todos aquellos proyectos que, por temas estructurales o coyunturales, antes no había podido dibujar más que en su imaginación. En este contexto surge el crowdfunding: la inteligencia, participación y colaboración socioeconómicas, a través de los diferentes canales que proporciona intenet, con el fin de sacar a la luz proyectos que, de otra manera, habría sido muy difícil financiar.
Este término, no obstante, viene acompañado de una etiqueta que funciona a modo de arma de doble filo: “colaborativo”. No hay un contrato previo que certifique que, apostando por un proyecto de crowdfunding, vayas a obtener un beneficio cierto por sustentarlo con el dinero de tu bolsillo. ¿Y quién puede pensar en todo esto? Que se lo pregunten a los usuarios de Kickstarter que depositaron su confianza -y dinero propio- en Oculus Rift, las gafas de tecnología de realidad virtual cuyo fabricante, Oculus VR, acaba de ser absorbido por “Papá Facebook” a cambio de 2.000 millones de dólares. ¿Dónde queda el tácito contrato ético entre los fiadores y los sufragados? ¿Acaso no intervinieron como parte fundamental en el desarrollo de este gadget? ¿Cómo agradece la empresa el dinero prestado por sus mecenas? Tal vez no sean más que una retahíla de preguntas retóricas.
¿Puede alguien exigir legalmente a esas plataformas intermediarias que arbitren las reglas de juego entre la oferta y la demanda o, mejor dicho, entre demandantes y ofertantes? Se entiende menos aún esta suerte de micromecenazgo cuando el mediador, la empresa de crowdfunding, es incapaz de asegurar que las empresas que publican sus proyectos vayan a jugar dentro de lo real o posible y alejadas de lo ficticio o carente de una base tecno-científica.
Una de las principales desventajas de este método, y más concretamente en el sector tecnológico, se concreta en la incertidumbre de que lo que se expone como realizable se encuentre dentro de unos límites verdaderamente plausibles. Un caso paradigmático y reciente es el protagonizado por los impulsores de la pulsera HealBe GoBe, un artilugio que asegura ser capaz de medir las calorías que ingieres, tus ciclos de sueño o los datos exactos de tu actividad diaria tan solo a través de la monitorización de datos obtenidos del contacto con la piel. Más allá de haber superado 10 veces el presupuesto requerido inicialmente, su viabilidad se pone en entredicho desde un punto de vista científico. Entonces, si lo que se impulsa no respondiese a las expectativas prometidas, ¿quién mitiga la pérdida monetaria y justifica el engaño? La intención esencial de estas iniciativas es perfecta desde el punto de vista intelectual pero tiene demasiadas fisuras a la hora de garantizar que el usuario no se quede sin inversión y sin servicio.
Ni mucho menos creo que haya que desprestigiar el crowdfunding. Pero sí es importante plantearse si los cauces actuales permiten que una iniciativa de financiación colaborativa pueda dejar satisfechas a todas las partes, incluso a medio y largo plazo. No es algo que vaya a regular la nueva Ley de Fomento de la Financiación Empresarial, que quiere establecer límites económicos al crowdfunding. Lo que es deseable es que se promocionen proyectos viables, con una clara financiación, unos objetivos “palpables” y la seguridad de que el dinero recaudado se va a utilizar para ese único fin. Aunque luego la tarta se la acaben comiendo en Silicon Valley.
Fuente: Medios Sociales
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