En los tiempos de las redes sociales, una torpeza 'on-line' puede convertir a cualquiera en un paria. Difundir un chiste insultante o una foto desafortunada le ha costado a algunos el trabajo y hasta la salud. Y en Internet no hay caducidad ni perdón. La máxima «se tarda veinte años en construir una reputación y cinco minutos en arruinarla» ha quedado reducida a segundos... a un simple clic. En torno a este peligro ha surgido también un negocio. Se lo contamos.
Alicia Ann Lynch, de 22 años, publicó en Twitter e Instagram una foto en la oficina con su disfraz de Halloween.
Camiseta de deporte, falda corta y un dorsal. Una sonriente corredora con la cara, las piernas y los brazos embadurnados de sangre falsa. Etiquetó la foto con los 'hashtags' #boston y #marathon para que no hubiese dudas sobre su atuendo: víctima del atentado. Y se echó unas risas con sus compañeros.
Las risas duraron poco. Una víctima verdadera del atentado le respondió: «Deberías avergonzarte, mi madre perdió las dos piernas y yo casi muero». Cuando Alicia pidió perdón horas después, ya era demasiado tarde. Su desafortunado tuit se había convertido en viral y había sido retuiteado miles de veces, lo que la convirtió en la persona más odiada de los Estados Unidos. Fue despedida de manera fulminante. Pero el asunto no quedó ahí. Los indignados internautas siguieron su rastro en las redes sociales y descubrieron en un blog de Tumblr fotos suyas desnuda que ahora están en todas partes. También averiguaron su domicilio y su teléfono. Alicia y sus padres recibieron insultos y amenazas de muerte. De nada le sirvió cerrar todas sus cuentas, su información privada ya circulaba libremente. Ocurrió a finales de 2013. Pero la pesadilla aún no se ha acabado. Si hoy tecleas su nombre en Google, aparecen 740.000 páginas. Alicia echó por tierra su reputación digital, eternamente ligada a una metedura de pata. Colgó una foto estúpida sin pensárselo dos veces. No podía imaginarse que estaba arruinando su vida.
El caso de Alicia es extremo, pero no es infrecuente. Y sigue un guion que se repite. Llamémoslo 'el manual del linchamiento on-line'. La pauta viene a ser la siguiente: 1) Alguien comparte un tuit, una foto, un vídeo con sus amigos, sin sospechar que se va a 'liar parda'. 2) Alguien se escandaliza y lo difunde. 3) La denuncia se hace viral y se convierte en cruzada. 4) La cruzada se banaliza y se transforma en un pasatiempo. El escritor Jon Ronson se ha entrevistado durante dos años con gente corriente que ha sido ridiculizada de manera feroz por compartir una broma de mal gusto en las redes sociales. Acaba de publicar So you've been publicly shamed ('Así que te han avergonzado en público'), disponible en Kindle en inglés. «La mayoría estaba en el paro. Fueron despedidos por sus transgresiones. Parecían deshechos, confundidos y traumatizados».
Ronson describe en The New York Times la evolución de estas cruzadas espontáneas. «Al principio la furia colectiva parecía justa y efectiva. Era como si las jerarquías fueran a ser desmanteladas, como si la justicia se hubiera democratizado. Sin embargo, con el paso del tiempo vi multiplicarse estas campañas de vergüenza hasta llegar a apuntar no solo a instituciones poderosas y figuras públicas, sino también a cualquiera que se considerase que había hecho algo ofensivo». También empezó a maravillarse ante la incoherencia entre la levedad del crimen y el alegre salvajismo del castigo. El comportamiento de muchos internautas en estos trances es similar al del público de una ejecución en tiempos medievales. Hay gente que razona, pero en las primeras filas del cadalso están los que se burlan, sarcásticos, y, peor aún, los que se ensañan. Incluso se ha acuñado un término, 'tuitidio', para designar a este tipo de tropiezos, que por cierto pueden tener consecuencias legales. En España, ya se han propuesto multas de hasta 60.000 euros por comentarios ofensivos en Twitter.
NO HAY NADA MÁS VIRAL QUE LA IRA. Un estudio de la Universidad Beihang de Pekín sobre la red Weibo (el Twitter chino) concluye que la emoción que con mayor facilidad se transmite en las redes sociales es el odio. Puede estar justificado o no, eso es casi lo de menos. Lo que hace temible a la furia digital es que se desata de una manera impredecible. Y cuando se desboca, es muy difícil de encauzar. La explosión de odio suele ser de corta duración. Pero deja unas huellas indelebles. Queda para siempre indexada en los buscadores. Google la regurgitará una y otra vez. Es la marca de la vergüenza.
El problema que subyace es más profundo. Nuestras vidas están cada vez más digitalizadas. Una torpeza on-line nos convierte en parias. Y esto tiene consecuencias funestas. Por ejemplo, puede vetar nuestro acceso a un empleo, porque lo primero que hacen los jefes de selección de personal es rastrear en la Red la reputación de los candidatos. O nos convertirá en unos proscritos para la economía colaborativa. Nadie querrá compartir coche con nosotros. O dejar que nos alojemos en su casa. O darnos un microcrédito para un proyecto. O comprarnos cualquier cosa que hayamos puesto a la venta...
LA REPUTACIÓN NOS ACOMPAÑA TODA LA VIDA. Es la percepción que los demás tienen de nosotros. Ya en la escuela, está el que tiene fama de empollón y el torpe... El qué dirán nos afecta, nos guste o no. Y puede marcar la diferencia entre tener trabajo o no tenerlo. Pero el 'boca a boca' online es mucho más contagioso, rápido e insistente", según Javier Leiva, autor de Gestión de la reputación on-line. Se trata del bien más preciado de cualquiera que tenga presencia en la Red, sea una persona, una empresa, un partido político, una ONG... Sin darnos cuenta, hemos construido un mundo de marcas personales, donde las reglas del marketing son las que imperan. Y también los códigos de honor.
Sobre la reputación digital también rigen otras leyes: las de la psicología de masas. La más temida es el 'efecto Streisand'. Cualquier intento de censura es contraproducente, porque esa información tendrá mucha más resonancia. Que le pregunten a la actriz Barbra Streisand, quien da nombre al fenómeno, que pidió por vía judicial la retirada de unas fotos aéreas de su casa alegando el derecho a la privacidad. Los internautas reaccionaron publicándolas masivamente. Otra peculiaridad es el 'efecto halo'... Si nos gusta una persona, tendemos a otorgarle cualidades favorables, aunque no dispongamos de mucha información sobre ella. Pero en la Red el 'efecto halo' se invierte. Funciona mejor el «piensa mal y acertarás», así que son los defectos, fallos y deslices de alguien los que nos causan la primera y más duradera impresión.
La reputación digital ha originado varios nichos de mercado. Hay plataformas, como la española Traity, que miden nuestra credibilidad y garantizan que somos de fiar al crear un entorno de confianza mutua entre proveedor y cliente. Hay otras empresas, sobre todo en Estados Unidos, que se dedican a 'lavar' la ropa sucia... Las tarifas, en este caso, varían mucho dependiendo de si se trata de una acción preventiva (200 dólares) o si la furia se ha desatado y hay que minimizar daños (5000 dólares). Una de las tácticas consiste en potenciar los mensajes positivos sobre los negativos y que los algoritmos de los buscadores posicionen antes lo bueno. Pero es una tarea difícil: por desgracia, lo peor suele tener más 'flotabilidad'. Por ejemplo, una mala crítica de un cliente enfadado en un buscador de hoteles puede convertirse en un estigma. Las empresas son cada vez más conscientes, y temerosas, del poder de los consumidores malhumorados y buen ejemplo de ello es el caso de una multinacional de comida a domicilio. Un cliente se quejó de que le habían mandado una pizza con tanto queso que se pegaba al cartón. Lo tuiteó. Y nada menos que el presidente de la compañía fue a casa a pedirle disculpas, entregarle una nueva pizza y un cheque. Fue una gestión de crisis, según los expertos, modélica.
EL ESCARNIO TAMBIÉN SUPONE UNA FUENTE DE INGRESOS. mucho más discutible. «Los desastres de Twitter son la fuente más rápida de ira, y la ira es tráfico», resume Sam Biddle, periodista de Gawker. Y la exbecaria de la Casa Blanca Monica Lewinsky, que se describe a sí misma como «la paciente cero, la primera persona cuya reputación fue completamente destruida por Internet», hace 18 años, reflexiona en una reciente charla de TED: «Ha surgido un mercado en el que la humillación pública es un producto y la vergüenza es una industria. ¿Cómo se hace el dinero? Clics. A mayor vergüenza, más clics. A más clics, más dólares de publicidad. Estamos en un ciclo peligroso. Cuantos más clics damos a este tipo de chismes, más insensibles nos hacemos a las vidas humanas que hay detrás de los clics... Alguien está haciendo dinero entre bambalinas a costa del sufrimiento de otra persona. Con cada clic hacemos una elección. Cuanto más saturemos nuestra cultura con la humillación pública, más aceptada será, con más frecuencia veremos comportamientos como el ciberacoso».
No es ninguna broma. La organización británica de ayuda a la infancia ChildLine ha detectado un aumento del 87 por ciento de llamadas y correos electrónicos relacionados con el acoso cibernético. Y un análisis en los Países Bajos mostró que el ciberacoso llevaba a ideas de suicidio mucho más fácilmente que el acoso no cibernético. «La crueldad con los demás no es nada nuevo, pero en línea la vergüenza se amplifica, es incontenible y de acceso permanente... Millones de personas, a menudo de manera anónima, pueden apuñalar con sus palabras, y eso produce mucho dolor», se queja Lewinsky, que ahora es psicóloga social. «La humillación pública como deporte sanguinario tiene que acabar, y es el momento para una intervención en Internet y en nuestra cultura. El cambio comienza por recuperar valores como la compasión y la empatía. Pero on-line tenemos un déficit de compasión y una crisis de empatía», añade.
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Fuente: Finanzas.com
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